Hoy en día se habla constantemente de fidelidad, de infidelidad… Historias llenas de traiciones, sexo, mentiras y tal vez un poco de rock and roll. Sin embargo, a nadie parece importarle la fidelidad que se debe, sobre todo, a sí mismo. Y, precisamente, eso, es lo que nos quedará siempre, lo que tenemos, lo que nos debemos, lo único que tendría que ser inalterable, lo primero.
La vida está llena de traiciones, de sentimientos traicioneros… Las personas juegan con la fidelidad, la confianza, el amor y el respeto provocando un sinfín de consecuencias y daños colaterales cubiertos de dolor y lágrimas. No obstante, esto nunca será comparable a la traición que supone no guardarnos la fidelidad, el respeto y el amor que merecemos. ¿Es posible dar algo de lo que carecemos intrínsecamente? ¿Podemos ser fieles y honestos si nos desobedecemos en pro de otro? ¿Si no existe esa charla sincera que tanto nos debemos?
“Cuando existe un diálogo verdadero, se avanza hasta alcanzar el equilibrio, la tranquilidad aumenta, se refuerzan los lazos, crece el amor y se acortan las distancias con uno mismo. Lo que supone tener la conciencia tranquila, el alma limpia y el corazón abierto”
De la novela ¿Dónde está el hombre de mi vida?
Alcanzar el equilibrio, a través de la verdad, nos permite dormir tranquilos cada noche e incluso soñar. Disfrutar del famoso “aquí y ahora”; amarnos y amar.
Es evidente que la única persona que siempre va a estar a nuestro lado somos nosotros. Y aunque suene narcisista, egocéntrico o perturbador, nadie podrá hacerte tan feliz como tú mismo y por ende, tan desgraciado, desdichado o triste. De manera que si pretendes compartir tu vida aspirando a un amor verdadero, y no a una copia barata con fecha de caducidad que abandere la más alta de las traiciones, habrá que responsabilizarse primero.
A lo largo de nuestra vida experimentaremos las múltiples caras de la traición. La viviremos entre amigos, en pareja, con los compañeros de trabajo, con la familia… Actuaremos de diferente forma. Intercambiaremos los roles y seremos traicionados, traicioneros u objetos de traición. Las situaciones se darán la vuelta y pasaremos de víctimas a verdugos, o viceversa. Pero aún así, jamás ni una sola de estas experiencias alcanzará a competir con la mayor de las traiciones: la que sólo nosotros podemos infringirnos. Pero, ¿cuándo lo hacemos?
Traicionarse a uno mismo, engañarse… Disfrazar la verdad. Convencernos de algo cuando en nuestro interior, en los más profundo, sabemos que no es así.
Traicionarse a uno mismo, reprimirse… Ahogar sentimientos a fin de no perder el control.
Traicionarse a uno mismo, abandonarse, olvidarse, anularse… Atarse a situaciones y pensamientos hasta bloquear nuestra capacidad de ser.
Traicionarse a uno mismo, apegarse. Condenarnos a una existencia amarga, pesada y fría. Al materialismo, a identificarnos con cuanto tenemos. A anclarnos en la seguridad de lo conocido. A rechazar cualquier cambio, a ir en contra de la propia naturaleza que nos obliga a reciclarnos.
Traicionarse a uno mismo, dividirse. Perder la propia esencia, la voluntad, deshacerse en tantas partes que la reconstrucción sea extremadamente difícil.
Traicionarse a uno mismo, olvidar la historia, lo vivido, lo perdido, lo aprendido y lo ganado.
Traicionarse a uno mismo, bailar a un son distinto, seguir un ritmo que no marcas, moverte al compás de una melodía que no escuchas, tocar una música que no es tuya.
Traicionarse a uno mismo, desequilibrio… Contradicción constante entre pensamientos, sentimientos, palabras y acciones.
Traicionarse a uno mismo, perderse… No reconocer tu reflejo en el espejo.
Traicionarse a uno mismo, dar explicaciones, justificarnos. Ceder en exceso, buscar un culpable, un arquetipo.
Traicionarse a uno mismo, no saber perdonarse. Maltratarnos una y otra vez sin sentido, no pasar página, asimilar, asumir, responsabilizarse, aprender y seguir.
Traicionarse a uno mismo, pintar el mundo en blanco y negro. Renunciar a la magia, al color, al sabor…
Traicionarse a uno mismo, dejar de ser uno mismo.
Traicionarse implica quebrantar el único contrato válido: el que tenemos para y con nosotros. Ese que nos dicta el alma, el que nos impulsa a crecer, a mejorar e incluso a transitar sendas aparentemente imposibles. Ese empuje que sentimos y que nos obliga a arriesgar, a superarnos, a enfrentar los miedos, a ser valientes y a convertir nuestros sueños en realidad. ¡Y a la mierda todo lo demás incluso el qué dirán!
*Imagen Las negras y blancas que arrancan ecos al roble que crece.
Diario de Avisos, 2015
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