La presencia de la ausencia

 

Él tenía un montón de estímulos y referentes que, a mí, como mera mortal, me costó años encontrar.

A mí, que me apretaban las costuras de un traje holgado, que notaba una corriente serpenteante en la garganta cuando levantaba la voz y que no me impedía gritar; a mí, que aún no había cumplido los diez años.

No sabía poner palabras a lo que me pasaba, por eso, lo inventé.

Conforme trazaba la tinta en el papel, proyectó su sombra sobre la página, desplegó su mágico encanto en la primera línea y su perfume en cada palabra.

Pude escuchar el sonido de su llanto en el cuarto, su aliento en la nuca e incluso su obsesiva mirada obligándome a escapar de la realidad, a mentirme…

A mí, que recortaba las etiquetas de la ropa antes de estrenarla: la incomodidad en la espalda, en la parte trasera del cuello, en un costado…; se me hacía inexplicable cuando renunciaba sin dudar para sostener los afectos.

Tardé años en ser consciente del valor que supone ser libre.

Yo, libre e independiente; renunciaba.

Lo hacía constantemente sin darle demasiada importancia a ese picor inexplicable, me había acostumbrado…

Pero un día comencé a atravesar a tientas la gruesa capa de ceniza que disfrazaba tanta nostalgia de vida y, poco a poco, se fue convirtiendo en sal.

No murió en el acto. Lo hizo de forma lenta y agónica, forcejeando hasta el último suspiro y ganando intensidad en cada embestida. Su condición ficticia lo ayudó sobremanera, es prácticamente imposible dar muerte a un fantasma, porque tú lo inventas.

Pero si no lo hubiese matado, él me habría matado a mí.

Le hubiera arrancado el corazón a mis escritos, la verdad a mi alma y el sentido a mi vida.

Al final, entendí que es más sencillo sostener el vacío que estar en presencia de lo que genera una necesidad, pero no consigue ni conseguirá atenderla, al ser, realmente, ausencia.

 

Imagen, Nuevos senderos, Tenerife.

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