Amor, una palabra que se derrite por momentos en todos los diccionarios del mundo. Conjugar el verbo amar parece haberse convertido en una quimera, donde cualquier otro vocablo hace las veces, como si el amor pudiera ser sustituido, reemplazado o relegado por un simple “me gusta”. Actualmente se diferencia entre que alguien te atraiga, te guste, te quiera, lo quieras, desees o no. Es como si de repente el amor se fragmentara independizándose en cada una de las partes que conforman su todo. Te ríes, lloras, practicas sexo, te confiesas, tomas una copa, sales a cenar, bailas, hablas, chateas y un larguísimo etcétera con una persona distinta declarándola incapaz de regentar un término cuyo antónimo no es odio, sino miedo. ¿Acaso no será que nos da tanto pavor depositar tal cantidad de todo en alguien que tenemos que individualizar cada uno de los componentes del amor por miedo a sufrir?
Antes, para muchos de nuestros abuelos e incluso padres, amar era sinónimo de aguantar. Imperaba la famosa frase “con la cuchara que coges, comes” y se sumergían en una relación que los llevaba a pasar el resto de sus vidas atados a alguien, como si no tuvieran elección. Se formaban parejas en las que existía un rol definido, un contrato oculto o secreto donde la seguridad de la relación era lo que primaba y todo cuanto pudiera afectar a ésta era desechado a través de un incuestionable mecanismo de negación.
Hoy, hemos corrido de un extremo al otro y el amor tiene fecha de caducidad, como casi todo, pues ya hasta las lavadoras vienen programadas para no durar toda la vida. Parece que en el mundo en que vivimos siempre podemos aspirar a un trabajo mejor, a un piso mejor o a un novio mejor. Formamos parte de una generación que se cree merecedora de todo sin tener que dar nada a cambio. Pretendemos amar sin tener confianza en nosotros mismos, sin trabajar ni madurar. Forjamos relaciones en las que el miedo al compromiso, a construir algo realmente sólido, nos lleva a buscarle los cinco pies al gato.
Ambas polaridades desprenden miedo y si existe el miedo, no hay cabida para el amor.
Decimos que estamos enamorados cuando encontramos a una persona que automática e intuitivamente sabe lo que necesitamos y es capaz de dárnoslo. También esperamos que el ser amado se haga responsable de remediar cuanto nos suceda e incluso poder echarle la culpa si nos pasan ciertas cosas. Creemos que esa persona especial debería saber, antes que nosotros mismos, qué es lo que queremos y necesitamos para estar bien, curiosamente lo que un bebé aguarda de su madre, pues de niños esperábamos que cuando algo nos hacía sufrir, mamá supiera cómo remediarlo y se diera cuenta de nuestra incomodidad. Y si ella no podía calmar nuestro dolor, nos sentíamos traicionados y nos enfadábamos y endurecíamos de una forma increíble con ella. Es alucinante cómo muchos adultos repiten este comportamiento sin cesar.
Las relaciones cuyo protagonista es el miedo están basadas en jerarquías; el que manda y el que obedece, el que está a cargo de las cosas y el que está en situación de dependencia, relaciones en las que una persona siempre está en una posición superior con respecto a la otra. El amor es horizontal, de igual a igual, y las dos personas se miran siempre desde la misma altura, manteniendo la equidad.
Perder el equilibrio por amor implica llevar una vida en equilibrio. Necesitamos del caos y la inseguridad del mismo modo que requerimos el orden y la estabilidad. Lo que no podemos pretender es, en pro de cualquiera de esas necesidades, aprisionar a los demás en nuestras proyecciones infantiles, convirtiéndolos en un padre o una madre que se haga cargo de nuestras carencias. Tampoco podemos salir huyendo despavoridos ante el menor signo de compromiso o responsabilidad presos del pánico, construyendo relaciones efímeras y banales en las que es imposible llegar a conocerse.
Para mí, el amor es lo que queda tras el enamoramiento, cuando todas las máscaras y proyecciones se dan de bruces contra el suelo. Cuando una relación excitante y pasional se transforma en segura y se afronta el reto de transformarla una y otra vez logrando ese paradójico equilibrio que nos lleva a cambiar continuamente, a arriesgarnos, a asumir diversas responsabilidades, roles, papeles y aventuras con el objeto de llegar a saber quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos.
*Imagen Desde El Coliseo, Roma.
Diario de Avisos, 2015
www.diariodeavisos.com/2015/01/amor-3-0/
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