Eres mío/a

 

Les propongo que cierren los ojos e imaginen a la persona que aman susurrándoles al oído “quiero que seas mía/o”.

¿Qué efecto han ocasionado estas palabritas mágicas? ¿Han sido como un hechizo? ¿Se ha erizado tu piel? ¿Un torrente de emociones ha recorrido cada una de tus zonas erógenas cual seísmo al pensar en la persona que amas pidiéndote que seas solo suya/o?

Si alguien te dice “eres mía o eres mío”, en realidad está afirmando que te posee, y por ende, que eres de su propiedad, como un coche, una casa o un simple accesorio. (Existen muchas frases de este tipo insertadas en el inconsciente colectivo a través de películas o libros como  Tú me perteneces, “obra literaria” traducida a varios idiomas). No obstante, lo alarmante no reside en el significado de este tipo de expresiones o en su uso, sino en el drama que llevan aparejadas cuando pasan a ejercitarse de manera literal.

Si perteneces a alguien, dejas de ser tú, tu personalidad se reprime y deprime, ya que debes comportarte y actuar como quiere o gusta quien te posee. Es como si estableciéramos un paralelismo con la abolida esclavitud. No como si, ¡exactamente así! Si eres de alguien, tu cuerpo no es tuyo. No eres quien decide qué ponerse ni para qué ocasión dando lugar a: “¿Has ido así vestida a visitar a tus padres?”, “Te arreglas para otros y no para mí”. Si alguna de estas frases se ha escapado de los labios de tu pareja el día que decidiste estrenar el vestido veraniego o enfundarte tu mejor gala para irte de copas con tus amigos, debes volver a pararte, sobre todo si han provocado cambios a la hora de elegir tu vestuario, pues lo que sigue a este tipo de comentarios es “me gustarías más si hicieses ejercicio o si perdieras peso”. Estas perniciosas expresiones que encierran una alta dosis de frustración, llevan a demasiadas mujeres a someterse a peligrosas dietas y operaciones de cirugía estética y a miles de hombres a machacarse en el gimnasio o recurrir a anabolizantes o esteroides. Pero lo realmente alarmante es como la autoimagen y autoestima merman hasta desaparecer frente al espejo. Desear gustarle a tu pareja está bien, gustarte a ti mismo, está mejor. Si amas y te aman, aceptarás y aceptaran.

Cuando alguien cree que le perteneces, considera que tiene derecho a hacer contigo lo que quiera: forzarte a hacer cosas que no quieres hacer, aislarte de tu entorno, familia y amigos. Pensar y decidir por ti. Faltarte al respeto e incluso insultarte, empujarte o pegarte, pues al igual que puede lanzar un objeto suyo al suelo, a ti también. Y todo esto queda justificado porque “tú eres suya o tú eres suyo”, le perteneces.

Si te conviertes en su propiedad, renuncias a ti y a tu intimidad.

Dejas todo tu mundo en manos de una persona que vigila todos y cada uno de tus movimientos. Ya no puedes ir a ningún sitio sin informar constantemente, explicar con quién estás y por qué, de qué hablas, porqué estás conectada/conectado o no a WhatsApp o has cambiado tu foto de perfil. Estás bajo el control de esa persona, aprendes a vivir con miedo y bajo acusaciones constantes que reprimen tus impulsos naturales y sanos coartando tu libertad. Intercambiar información, opiniones, planes, etcétera, es necesario. Someter al otro a un estresante interrogatorio cada vez que sale de casa, descuelga el teléfono o recibe un mensaje, no.

Convertirse en propiedad de alguien también implica destruir los vínculos afectivos con otras personas.

No puedes ni debes tener amigos –y mucho menos del sexo contrario–, ni hacerle caso a nadie. Tu mundo se cercena a esa persona, pues poco a poco has reducido tu felicidad a él/ella, esperando constantemente su aprobación, alimentándote de sus “te quiero”, sus palabras…, afanándote en cumplir sus expectativas y no tus propias metas personales, laborales, familiares… y olvidando que es importante nutrirse del contacto con otros para enriquecer cualquier tipo de relación. Compartir vivencias, dar y recibir es importante, pero tiene la misma importancia poder hacerlo con otros a distintos niveles y escalas, así como gozar de un espacio y tiempo a solas.

Por norma general, la relación de propiedad es recíproca. Tú eres propiedad de alguien y ese alguien es de tu propiedad.

Cuando consideras que alguien te pertenece estás adoptando un pensamiento, actitud y comportamiento destructivo hacia ti. Entras en una espiral de manipulación y control de dimensiones apocalípticas que pasa a convertirse en una obsesión. La obsesión es un potente “ladrón energético” que consume toda tu energía, enfocándola en averiguar qué hace o está haciendo esa persona, con quién se relaciona, de qué habla… En lugar de destinar ese valioso tiempo y energía a realizar actividades gratificantes y constructivas para ti.

Cuando una relación basada en la posesión finaliza, la obsesión desarrollada a lo largo de la misma, da lugar a la venganza (agresividad contenida durante largo tiempo, acompañada por la evitable frustración de la renuncia inmerecida, la sensación de deuda y los reproches). Y, por desgracia, es posible citar múltiples casos en los que hombres acosan o agreden a mujeres y mujeres denuncian falsamente a hombres o utilizan a sus propios hijos como venganza y viceversa.

Es importante dejar de normalizar lo anormal.

Las reminiscencias nos han hecho creer que esto es natural y que el amor lleva en sus costuras una alta dosis de sufrimiento. Esto nada o poco tiene que ver con las concesiones que se llevan a cabo a la hora de formar una pareja y que sientan las bases de una actitud sana basada en el respeto a la individualidad en pro de la relación y la capacidad para dar apoyo.

Muchos cuentos infantiles condenan a las mujeres a sacrificarse en pos de hallar el amor, como es el caso de La Sirenita, que entrega su voz a una bruja. Los hombres aprenden que deben y tienen que rescatar a una damisela en apuros, librar cruentas batallas contra dragones y enfrentarse a una infinidad de retos para llegar hasta su amada. Y tal cantidad de barbaries flotan en la psique colectiva de la cual se nutre la individual.

Hombres y mujeres conciben en lo más profundo de su ser a un igual con quien compartir. Pero sus pretensiones colisionan fuertemente con su psique, con tener que rescatar a la princesa o ser princesas que necesitan ser rescatadas. Y aquí añado que no existe, para mí, diferencia alguna entre ser una damisela en apuros e ir de superwoman, pues por defecto y exceso, ambas se alejan del equilibrio natural. Tampoco entre los bravucones y los castrados.

Bajo estos alarmantes parámetros se sustentan las relaciones convencionales y cuanto no se base en la propiedad y dependencia es visto como falta de amor, sirva de ejemplo la frase milenaria “si no siente celos es que no te quiere”. Todo lo que salga de ese círculo cerrado está mal visto y condenado socialmente. Cada pareja es quien debe construir su propia relación de forma tan única como lo son sus integrantes.

Si se accede a mantener una relación de posesión, se renuncia a la LIBERTAD individual.

Y si renuncias a tu propia libertad, pensamiento, conciencia, autonomía, toma de decisiones, creatividad y un larguísimo etcétera, jamás pasarás a cuestionarte mermando tu capacidad de ser y tu potencial. El capitalismo ha secuestrado y vejado el sentimiento más poderoso que existe: EL AMOR. Lo ha sometido a las mismas reglas que la propiedad privada con el fin de contenerlo en una actitud sumisa en la que nadie se cuestione el porqué de sus normas, marcando un límite a lo que, por naturaleza, es ilimitado.

El amor basado en la posesión no es amor, sino sufrimiento, sacrificio, renuncia, sumisión, manipulación, dependencia emocional, económica y un larguísimo etcétera que condena a la persona a un vacío existencial.

La mejor arma con la que cuenta el ser humano para superar esta barrera mental es el AMOR. El de verdad, ese que no se presenta con un candado cerrado, que no ata, que no encierra ni destruye. El que crea, abre, nutre, crece, expande y transforma. El que se responsabiliza con la solidez de su firmeza y el respeto a la unidad que se disuelve en la estructura de la relación sin perder la propia identidad. El que no somete al otro a un contrato mercantil sino que alcanza acuerdos en los que no existen perdedores y ambas partes, ganan.

Se trata de pasar del “quiero que seas mía o mío” al “quiero que seas conmigo” y que el AMOR sea calificado como tal y valga la alegría y no la pena.

Para ello, es necesario realizar cierto trabajo de forma personal e intransferible antes de comenzar una relación y ejercitar el verdadero amor con uno mismo, sin egocentrismo, ya que de lo contrario, se caerá en esperar que el otro llene ese vacío y por ende, no cumpla jamás las expectativas que se generarán de forma inconsciente, pues nadie puede proveerte de aquello que ni siquiera conoces y no porque no pueda o quiera, sencillamente no es posible ver AMOR en los demás, si no lo re-conoces y aceptas en ti mismo.

“Porque no hay nada más hermoso que viajar en compañía.
Y aquel que cabalga a tu lado, mira y ve el mismo horizonte.
Si embargo, tú dejas tus propias huellas y el otro, las suyas.”

*Imagen Khamlia, Los Gnawa, cadenas de sus antepasados.

De mis viajes por África.

© 2016 Dácil Rodríguez

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