Bajo la lluvia y sin zapatos

 

Mantiene los ojos clavados en el cristal de la ventana de un hospital al que no sabe cómo ha llegado. El dolor ya pesa en la memoria y confunde el espacio y el tiempo de los inviernos dormidos. Cojo su mano, tan suave y tersa como la de un bebé.

En 1961, tras abandonar el psiquiátrico, Hemingway hizo las maletas y se retiró a su casa de Ketchum, en Idaho. Hemingway se levantó un domingo, demasiado temprano para no ir a alguna parte, se puso la túnica del emperador, cogió una de las escopetas que guardaba bajo llave, la posó sobre la frente y disparó.

Supongo que hay lugares a los que uno vuelve para morir, y si no se muere, se mata.

Él era gris oscuro. Destilaba soledad, miedo y tristeza. En los ojos llevaba una cortina de agua que no vi caer jamás. Hablaba poco y abrazaba muy fuerte. Era tan duro como frágil: «¿Tú dónde lo sientes? ¿Aquí o aquí? El amor se siente aquí y aquí», decía mientras señalaba el lugar que ocupa el corazón y la sien derecha. A lo que añadía: «En el estómago solo se siente el hambre y la vergüenza, nada más».

Ella se despertó un día demasiado temprano, se vistió con la bata de seda que más le gustaba y se miró al espejo. Quizás notó algo, una sensación nueva en la boca del estómago. Quizás, confundió el hambre con la vergüenza, y se marchó….

Su casa siempre olía a lavanda. A través de las contras de madera se colaba todo el azul de mayo y desde las habitaciones se escuchaba el agua correr montaña abajo. La casa era como su corazón, siempre estaba abierto. Aunque aquella mosquitera despistase a los que solo pasaban a pie de puerta.

«Aquí, justo aquí». Casi puedo escucharlo… Nos pidió que lo lleváramos a casa, lo miré fijamente buscando el final que se desvela en la pupila, el iris, la mácula; los ojos. Y volví a la mía, bajo la lluvia y sin zapatos.