Las personas se salvan solas

 

Sabías cómo te miraba, leías en sus ojos la misma frase condescendiente que no era más que el pudoroso velo con el que cubría la admiración y aceptaba porque eras tú, que si no… Siempre quedabais sin quedar, siempre con el freno de mano agarrado y un vals en el bolsillo por si acaso, siempre aguardando el instante perfecto como si existiese la perfección, siempre con la ilusión de crear una rutina sin rutinas, de que os sorprendiera una calma abrupta en medio de la tempestad, de subir al avión…

Demasiados siempre para tantos nunca, y muchos ojalá.

Al verte se quejaba de tu impuntualidad, como si el reloj de su muñeca izquierda fuese el tuyo, ese que nunca llevaste, ni tuviste. Pero jamás hubo una hora fijada que señalara el puntero y sabíais que aún quedaban minutos para las en punto, y para el sprint final.

Alguna vez le miraste de reojo para contemplar los pájaros negros que nunca migraron y ese dolor crónico que te traspasaba la piel. Entendiste que es peor que te roben el pasado que el futuro y procurabas bajar una marcha para que la pendiente no resultara tan pesada mientras cruzabas los dedos hasta ir a la par. Mas él insistía en que no tenías ni puta idea y en dos zancadas te retaba a subir el ritmo desapareciendo sin volver la vista atrás.

Igual que cuando era un niño, con los mismos ojos, y aquella revoltosa mirada perdida, volvió a buscarte sudando un invierno en el que nunca hizo frío. Le sonreíste murmurando una pena que al rozarse con la suya se esfumó y encendió la radio para cambiar de tema.

A pesar de las risas, y de sus intentos por hacerte ver que hay callejones que solo sirven para enseñarte el camino de regreso, supisteis que se trataba de una decisión tan personal como valiente, que lo importante no son los pasados que no vuelven, ni los futuros que nunca están…

Lo importante es otra cosa. Y las personas, las personas se salvan solas.

El pensó que no tenía la opción de acertar mientras tú creías que solo lo que puede salir mal merece intentarse, así que os empujasteis en direcciones opuestas por si algún día os encontrabais de verdad.

Cegados por el brillo de las luces de colores, el confeti, el papel satinado, los renos y los señores de rojo que jamás se deslizarán por el hueco de la chimenea, entendisteis la importancia de reconocerse en la imagen que devuelven los espejos, sobre todo los que están rotos.

Y después de tantos aviones se plegaron los mapas para escuchar el alfabeto que el silencio escribe sobre quien se asoma al abismo sintiéndose cada vez más solo, sin ser capaz de jugar a su favor abrazando una cama para ver si la cuchara encaja o no. Alguien que cansado de esperar como puede a que terminen los segundos de oscuridad, decide, por fin, guiarse por el sonido del mar, y andar.

En el Cabo Polonio es posible intuir un faro que cada doce segundos regala el soplo de luz que permite alcanzar la playa, una playa común que inesperadamente se convierte en un sublime mar de ardora iluminando con su fluorescencia la costa, como esa verdad que insiste en el ajetreo de sus olas y que muy pocos han logrado acariciar.

 

Imagen, Desde el aire, Kapadokya, Turquía.

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