Al principio, aprender a leer es unir letras en una imagen asociándola mentalmente a su sonido, luego otra, y otra… Así que vas juntando letras. Con el tiempo, y la práctica, leer adquiere un nuevo significado; otra dimensión: te sacude muchas normas no escritas y consigue que te desnudes y vivas de verdad, en todos los sentidos.
Una de las cosas que más me gusta de los libros, y la primera que leo, es la dedicatoria. Me apasiona descubrir quién o qué ha contribuido a que esa obra en concreto esté en mis manos. Disfruto doblando las esquinas de algunas páginas o pegando una de esas pequeñas bandas cuyos tonos asocio a lo que me van a contar. A veces me arriesgo con las anotaciones en los márgenes e incluso añado flechas o asteriscos con un lápiz. En alguna ocasión transcribo un párrafo en una de las muchas libretas que apilo en mi despacho por colores. No siempre que empiezo, termino. Puedo comenzar hoy y no volver a tocar el mismo libro en semanas sin que pierda un ápice de interés, porque pienso, o más bien, siento, que todo tiene su momento, y ya.
Hace poco, me contaba la dueña de una de mis librerías favoritas que, todos los fines de semana, separaba un libro para un niño ávido de historias. Sus padres argumentaban que eran demasiado caros, así que ella le prestaba un rinconcito del local y allí pasaba las horas del sábado.
Aprender a leer es darse cuenta de que la lectura tiene un componente físico. El tacto del papel, el olor… y una historia anexa de cómo ese libro llega a tus manos.
Ahora tenemos grandes superficies repletas de luz artificial con personal que te despacha tras coger número, plataformas de venta online y ebooks, pero perdemos el componente físico de los libros, y el calor de los libreros.
Con el corazón en un puño se despedía de miles de lectores una librería con casi medio siglo a la espalda. Recuerdo entrar con mi madre y soltar su mano para perderme entre sus estantes mientras aprendía a leer, el crujir de la madera al subir aquellas escaleras de vértigo que conectaban con otro mundo… Hay algo romántico unido a estos establecimientos longevos, un halo de dignidad que otorga el camino andado, la experiencia, algo muy similar al respeto que profesamos a nuestros mayores. Y, cuando esto falla, cuando esto sucede, la ciudad entera se enturbia y oscurece, porque algo muere cuando una librería cierra.
Hay palacios de una habitación en calles peatonales y ventanas que dan a la trastienda con más luz que una terraza.
Y La Isla, lo era.
*Artículo publicado en Libre Diario Digital
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