Cartas y matasellos de mi baúl de recuerdos

Muchomásica

 

El WhatsApp es el sustituto oficial de aquellas románticas cartas de amor que enviaban nuestros padres y abuelos. Cartas que esperaban impacientes y que deslizaban en el buzón con un destello en los ojos ansiosos por recibir respuesta. Cartas que leían y releían con el pulso desbocado y cuyas letras traspasaban sus ojos inundándolos de lágrimas. Cartas que olían e incluso abrazaban. El lápiz y el papel han sido reemplazados por iconos y notas de audio, que tienen su encanto, su utilidad, pero que destierran al olvido aquella caligrafía que revelaba mucho más.

“Antes era mucho más… “muchomásica”. Has perdido tu muchedad”, decía el sombrerero loco a Alicia en su país de las maravillas.

¿Qué sería de George Sand y Alfred de Musset sin su correspondencia? ¿De la historia, de la literatura, de la vida, del arte, de las letras…?

Probablemente nos estemos equivocando al enviar imágenes con una frase de Pablo Coelho o el Dalai Lama a “ese alguien especial”. Tal vez deberíamos coger un folio, escribir nuestras palabras y, si queremos hacer uso de las nuevas tecnologías, sacarle una selfie al papel y enviárselo. Pero hagámoslo. Hagamos sonar nuestra música particular, démosle forma a nuestros pensamientos, sentimientos y emociones. Saboreemos cada trazo como quien se desnuda frente a un espejo. Sintámoslo. ¡Sintámoslo! Escribamos con nuestra propia letra, impregnemos cada línea con nuestro aroma e incluso de perfume la hoja, embriaguemos nuestras declaraciones de significado, hagámonos escritores, grafólogos y lectores empedernidos de otro. Gritemos a golpe de bolígrafo lo mucho que alguien se hace presente en nuestra vida a pesar de su ausencia, de la distancia. Conjuguemos el verbo extrañar sin estar vacíos, sino rebosantes de nosotros mismos. Construyamos caricias a base de palabras mágicas. Expresemos alegría con tinta azul, negra, roja, verde, violeta…

Sorprendámonos con la epifanía que revela cuanto nos sale del alma en ese recorrido inquieto del corazón a la cabeza. Hagamos inmarcesible nuestra comunicación. Llenemos el baúl de los recuerdos de cartas, de sobres de múltiples colores, de finales, de comienzos, de matasellos… Dejemos constancia de quiénes somos, de quiénes hemos sido, de quiénes han sido otros…

Y si en un ataque de furia, de celos, de despecho; de vida, esas cartas nos inquietan, podremos romperlas, partirlas en pequeños trozos o por la mitad. Prender una cerilla, quemarlas y ver cómo el fuego las trasmuta reduciendo a cenizas cuanto fueron y ya no serán. ¿O acaso logra lo mismo una tecla que dice “borrar”?

Pienso en toda las cartas que guardo a buen recaudo, las postales que nos enviábamos las amigas del colegio en los meses de verano. La correspondencia de Carla durante la adolescencia que se tornó tan intensa que llegamos a enviarnos casetes, fotos, dibujos, esquemas… Las noticias de mi hermana cuando estudiaba en Asturias, los “te quiero” de mis padres cuando estuve en Mallorca, en Sevilla, en Las Palmas…, las felicitaciones navideñas de Eva, Zoraida y Lorena…, y las notitas que nos pasábamos en clase sin que nadie nos viera. Las declaraciones rotas de mi primer amor. Los versos de algún amante. La letra de alguna canción. Miles de sobres con franqueos distintos que viajaron en el espacio y hoy lo siguen haciendo en el tiempo. Pienso en esta nueva generación. Pienso en esas cartas, porque sé cuanto provocaron y provocan en mí, ellos no.

Yo sigo almacenando libros, regalando fotografías únicas a modo de notas por WhatsApp, visitando la oficina de correos, pagando aduanas. Sigo deleitándome con el olor de la correspondencia, abriendo el baúl de mis recuerdos. Rogándole a mi madre que me lea, por milésima vez, las cartas que mi padre le escribía cuando estaba en la guerra.

No simplifiquemos las sensaciones. No sustituyamos lo auténtico y genuino por comodidad. No releguemos lo personal, particular, propio, individual e inherente a cada uno. Usemos las nuevas tecnologías para lo que sirven de verdad. No olvidemos el olor de un libro, de una carta y su eternidad. Seamos “muchomásicos”, no perdamos nuestra “muchedad”.

*Imagen El baúl de mi muchedad.

Diario de Avisos, 2015